En la austera alcoba, Krimilda se removía en el lecho, alertada por la mezquina luz de un ventanuco que caía a pleno sobre su cara. Sigfrido la contempló hasta que ella abrió un ojo, luego otro y al fin sonrió, serena.
Desde que habían celebrado las bodas, se acostumbró a ver su señor, ya levantado, aguardando a que ella despertara.
-No quiero perderme ni un minuto de ti- le dijo él, justificando su tierna espera.
-Y yo no quiero despertarme un día y que tú no estés a mi lado. No podría soportarlo.
Y al decir esas palabras, un escalofrío involuntario le recorrió el cuerpo. Durante tantos años se negado al amor de los hombres, y a la pasión que su belleza provocaba, que ahora esos tiempos le parecían remotos recuerdos de otra vida. Ella no podía vivir sin los ojos de su amado.
lunes, 15 de junio de 2009
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