lunes, 18 de mayo de 2009


Las personas tienden a pensar que una vez que logramos llegar a la cima de la montaña alcanzamos la gloria. Que llegar allí es lo que se podría llamar ‘único importante’. Pero se olvidan del trayecto, del camino. ¿Cómo se llega la cima o si no? Un trabajo arduo, sí. Duele, pesa, también. Pero todo ese trabajo que sobrellevamos además de tener momentos de flaqueo tiene sus momentos de alegría, de felicidad.
Llegar a la cima de la montaña no tendría significado alguno si hubiéramos llegado volando y sin esfuerzo. Si hubiésemos tomado el tan conocido atajo, el camino más corto, si contáramos con un machete. Y por más que nadie lo haya notado al llegar a la meta pesa la conciencia. Nos castigamos a nosotros mismos al quitarnos la tranquilidad de un camino cumplido. Ese cargo de conciencia es el que nos lleva a tomar las opciones inadecuadas y volver a la largada, al comienzo. Y ¿por qué no? Una segunda oportunidad.
Puede ser que el comienzo esté lleno de trampas, pozos y piedras. Pero esas trampas en las que nos engañamos, esos pozos en los que caemos y esas piedras con las que tropezamos nos enseñan a no volver al comienzo. Si es cierto, la segunda vez que una trampa quiere impedir tu paso firme, vamos por el otro costado, evitando caer. Cuando un pozo se asome, juntamos fuerzas y lo saltamos, sin lastimarnos otra vez. Y cuando una piedra en el camino nos obstruya el andar no tropezamos con la misma, recordando con dolor ese último raspón.
No todo es caída y tropezón. Si logramos ver con claridad, todo es posible. Está en la capacidad de ver a las risas, carcajadas y cariños como parte del camino. Toda la gente que alienta, ayudándonos para completar el camino, renunciando al miedo de defraudarlos. Auxiliándonos, nos proveen de agua, de alimento. Vale la pena. Vale la pena hacer el camino si vamos con precaución, sin acelerar el paso. Todo a su tiempo. Porque no gana el que llega primero, sino el que sabe llegar.

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